Nacido en el seno de una familia humilde y criado en el ambiente campesino de Orihuela, de niño fue pastor de cabras y no tuvo acceso más que a estudios muy elementales, por lo que su formación fue autodidacta.
Su interés por la literatura lo llevó a profundizar en la obra de algunos clásicos, como Garcilaso de la Vega y Luis de Góngora, que posteriormente tuvieron una marcada influencia en sus versos, especialmente en los de su etapa juvenil. También conoció la producción de autores como Rubén Darío o Antonio Machado. Participó en las tertulias literarias locales organizadas por su amigo Ramón Sijé, encuentros en los que se relacionó con la que luego fue su esposa e inspiradora de muchos de sus poemas, Josefina Manresa.
Con veinticuatro años viajó a Madrid y conoció a Vicente Aleixandre y Pablo Neruda, con este último fundó la revista Caballo Verde para la Poesía. Las ideas marxistas del poeta chileno tuvieron una gran influencia sobre el joven Miguel, que se alejó del catolicismo e inició la evolución ideológica que lo condujo a tomar posiciones de compromiso beligerante durante la Guerra Civil.
Tras el triunfo del Frente Popular colaboró con otros intelectuales en las Misiones Pedagógicas, movimiento de carácter social y cultural. En 1936 se alistó como voluntario en el ejército republicano. Durante la contienda contrajo matrimonio con Josefina Manresa, publicó diversos poemas en las revistas El Mono Azul, Hora de España y Nueva Cultura, y dio numerosos recitales en el frente. El fallecimiento de su primer hijo (1938) y el nacimiento del segundo (1939) se añadieron como motivo inspirador de su obra poética.
OBRAS DESTACADAS:
Miguel Hernández una de las figuras más atractivas de la llamada Generación del 36. Su breve trayectoria vital; su verdad de hombre, de la que fue dejando muestras en todas sus actuaciones; su poesía, apasionada en ocasiones hasta la desesperación, serena en otras hasta el desaliento; humana y verdadera siempre, han hecho del poeta un símbolo para las jóvenes generaciones de las últimas décadas. Porque, de alguna manera, Miguel Hernández encarna la figura del poeta de la libertad.
Su mundo poético —como el de todo poeta verdadero— es un mundo transfigurado. Así, toda su obra no es más que la transformación poética de ásperas, fuertes y extremadas realidades. Todas sus vivencias, desde las de pastor adolescente hasta las de preso condenado a la última pena, se convierten en poesía por el milagro de una intuición lírica, purísima y precoz en sus primeras composiciones, y madurada después por el dolor y la muerte.
Apasionado y reflexivo, espontáneo y retórico, mimético y original, se entrega a su obra de poeta como reflejo verdadero de su propia existencia, que intuyó desde siempre amenazada:
Llegó con tres heridas:
la del amor,
la de la muerte,
la de la vida. […]
Las heridas de su pueblo, de las causadas en su alma de hombre del pueblo por la traición y el crimen. Su concepción solidaria de la vida queda plenamente reflejada en su obra, y quizás tan claramente en sus sonetos de El rayo que no cesa como en su posterior poesía, donde los temas y su tratamiento conllevan más interpretaciones para considerarlo así. Es, pues, una figura “romántica”, en el sentido de que lucha desesperadamente a favor del amor, de la justicia y de la libertad; es decir, en defensa del hombre.
Poemas de adolescencia
La modesta vivienda de la calle Arriba, adonde se trasladaron cuando Miguel tenía cuatro años, de una sola planta, disfruta de pequeño patio con pozo, que Miguel Hernández ha ido convirtiendo en jardín, con higuera, limonero, morera, pitas…, y geranios, claveles, rosales… Se levanta aneja a la casa una pequeña construcción con establo, que podía albergar hasta cuarenta cabras y unos cuatro machos, y vivienda para los hermanos Vicente y Miguel. En este huerto de paz, en esta humilde arcadia, devora letra impresa, y sueña…
Relata Vicente Sanabria, refiriéndose a su hermano Francisco, amigo de Hernández:
Mi hermano le acompañaba contento porque siempre encontraba algún beneficio, y era seguro que compartía la comida que Miguel llevaba en su zurrón. Nos contaba mi hermano que mientras él cuidaba de las cabras para que no se alejasen, Miguel se sentaba junto al tronco de un árbol o tras de una covachuela si era en la sierra, y allí se pasaba horas y horas con un libro sobre las rodillas, o escribiendo en un cuaderno o en papel de estraza, de los que se usaban en las tiendas para envolver. Y que le oía leerlo en voz alta, y a veces le llamaba y le leía alguna poesía o se la decía de memoria. Casi siempre se quitaba la camisa, la camiseta; Miguel resistía el sol y el aire aunque fuera en invierno.
Leía sobre todo por la noche, cuando todo el mundo estaba acostado, en el cuarto aparte que nosotros ocupábamos. A veces mi padre lo sorprendía y se levantaba para apagar la luz. Entonces se producían escenas terribles, que nos dejaban aterrorizados…
Se conservan más de 100 poemas de esta época iniciática. Son los poemas que han quedado en llamarse: «periodo cíclico de Perito en lunas». Los poemas primeros de Hernández, no publicados en vida y que han quedado autógrafos en un cuadernillo que el poeta conservó siempre, son en su mayoría de arte menor. Los versos aparecen combinados libremente o siguen las formas tradicionales de la poesía popular: romancillos, endechas, romances, redondillas, cuartetas… El poeta adolescente maneja —generalmente con soltura— el hexasílabo en una «Cancioncilla» (once cuartetas asonantadas), en el romancillo «La siringa» y en «Levante» (de caprichosa asonancia), etc.; el heptasílabo en el romancillo «Dátiles»; el octosílabo en la redondilla aconsonantada «Piedras milagrosas», en «La campana y el caramillo», en los romances «Lujuria» y «Soledad», etc.; el eneasílabo en «Canto exaltado de amor a la Naturaleza» (escrito en tercetos), «Tempestad» y «El chivo y el sueño»; combina bisílabos y tetrasílabos, casi en ritmo de saltarello, en «Las vestes de Eos». Sólo en algunos pocos poemas ensaya el arte mayor: el endecasílabo en «A la muy morena y hermosa ciudad de Murcia» (en tercetos), que también combina con alejandrinos y heptasílabos en «La cumbre».
Algunos títulos: «Aprendiz de chivo», «Leyendo», «La noche», «Pastoril», «¡Marzo viene!», «Amorosa», «Tarde de domingo», «La procesión huertana», «Ancianidad», «Sed», «Atardecer», «Olores, «La barraca», «Limón», «Adolescente», «Hermanita muerta», «Niña al final», «Toro», «Culebra»… «La campana y el caramillo» presenta una estructura caracterizadamente rítmica y musical.
Los temas de estos poemas son muy variados, pero casi siempre relacionados con la vida campestre. Los encuentra en el paisaje de Orihuela, en la serranía que recorre con sus cabras. Su vida de pastor se introduce en ellos y les presta su vocabulario agreste: “zagal”, “zurrón”, “hato”, “cordero”, “chivo”, “lagarto”, “risco”… Se observa una gran capacidad para la percepción del mundo bucólico pastoril y para expresar las sensaciones que le provoca el paisaje de su tierra. Pero en ellas hay escasa originalidad y muy pocas referencias autobiográficas. Sin embargo, en ocasiones, advertimos también un cierto desenfado, una enérgica valentía para tratar el lenguaje de forma personal, que le lleva a la creación léxica: por ejemplo, a crear formas verbales derivadas de un adjetivo (“astro que tremulece”) o de un sustantivo (“temblorea una esquila”); adjetivación de un nombre propio (“la noche baltasara”). Esta habilidad que muestra desde tan temprano le conducirá sin esfuerzo alguno al gongorismo, que ya apunta en algunos de estos versos primeros: los dátiles son “proyectiles de oriámbar” y la campana es “galeota amarrada a una galera”.
Patricia Gómez
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